Quisiera escribirme una carta a mí misma diciéndome que todo irá bien, que pronto me sentiré mejor, que las lágrimas se secarán... pero, ¿de qué serviría? No me lo creo, no ahora.
Después de todo, quizá sea aún tiempo de pensar, de ver para atrás, de asumir las ausencias, de aprender a despedirme, de permitirme llorar y con ello ir cerrando círculos que he dejado abiertos a lo largo del tiempo.
Tiempo de descubrirme a mí misma, de aprender a ver qué quiero, qué necesito, de empezar a andar en esa nueva línea.
Momento de abrir viejos recuerdos, de tirar lo que no sirve, de dejar lugar para las nuevas experiencias, para un mejor devenir.
Quizá ahora es tiempo de reconocer que no siempre puedo tener a la gente que quiero cerca, y que tampoco puedo estar siempre cerca de los que quiero. Aunque eso duela algunas veces. La distancia es a veces necesaria, provechosa.
Una oportunida de asumir que no soy omnipotente, que simplemente soy humana, que soy tan vulnerable como cualquiera y que eso me acerca a la gente. Momento de aprender que las lágrimas no me desharán, que esa sal irá cicatrizando mis heridas de una vez por todas.
Tiempo de vivir los duelos, las pequeñas rupturas, los cambios. Tiempo de despedidas. Tiempo de aprender que la historia no tiene que repetirse. Momento de enfrentar a los temores y darle a la gente la oportunidad de ser ella misma, de no meterla en modelos prefabricados que posiblemente sólo estén en mi cabeza.
Momento de asumir que no hay dioses sino humanos. Momento de dar valor a las necesidades y sentimientos de los que quiero.
Tiempo de dejar que las cosas fluyan, que ocurran sin intentar controlarlas. Tiempo de sentir, de ser, de disfrutar de las tristezas, de respetar mis propios procesos.
Tiempo de tantas cosas. Tiempo para mí, para ser yo, para crecer a través de tiempos difíciles.