Hace un rato envié unas fotografías de mis alumnitos, de los que "abandoné" a mitad de ciclo escolar.
Había una foto de Adrianita, sentada en mis piernas, llorando porque alguien le hizo algo. La fragilidad de los enanos me mata.
Es una maravilla trabajar con ellos, gozarlos, reir juntos, secar lágrimas, aprender, sorprenderse, descubrir el mundo a través de sus ojos.... no hay nada igual a la mirada de un niño que se percata de algo que siempre ha estado ahí, pero que hasta ese momento había ignorado.
El tránsito del primer día de clases al final del ciclo es asombroso. Miles de veces me he preguntado en qué punto se da el milagro de la confianza, ese preciso instante en que los pequeños deciden que están seguros a tu lado y se entregan, totalmente.
No hay imagen que toque más mi interior que una manita infantil que se extiende hacia la de un adulto, aceptando su guía. No hay confianza mayor. No hay privilegio más grande. No existe una responsabilidad que lo sobrepase. Porque, siempre he sentido, que cuando un niño te da la mano, te entrega su vida por completo.
La foto de Adrianita me lo recordó, porque en la última piñata que compartimos fue a sentarse junto a mí, volvió a preguntarme cuándo volvería con ellos, y, a pesar de todo, aunque no regreso al salón, volvió a recargarse en mí y a ofrecerme su mano para ir por un helado.
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